Publicaciones-Violencia, transgresión y ley. Reflexiones extraídas del trabajo con pacientes drogodependientes

En general, se habla de la existencia de diferentes tipos de estructuras familiares que predisponen a la drogodependencia. Sin desmentir este hecho, hemos hallado una constelación de factores presentes en la dinámica familiar que favorecería el desarrollo de la adicción, sin atribuirle por ello un valor etiológico en sí mismo. Observamos, tanto en entrevistas exploratorias iniciales como en sesiones terapéuticas parcialmente confrontadas con la familia, un conjunto de características singulares del grupo familiar interno del politoxicómano. Abordaremos parcialmente la cuestión transferencial y contratransferencial, así como el impacto que la intervención terapéutica individual ejerce sobre la familia modificando la interacción entre sus miembros.

Los datos arrojados por la observación clínica orientan nuestra disertación hacia los avatares pulsionales en la temprana relación madre-hijo-padre que conforman las líneas básicas de la estructuración del psiquismo, posteriormente matizado por la inmersión del sujeto en el contexto social-grupal Al tiempo, observamos cómo el impacto que ejercen determinadas fantasías, deseos, expectativas, conductas y actitudes parentales inconscientes sobre el precario psiquismo del niño moldean y deforman su proceso de autonomía personal y la adquisición de una identidad sólida. Posteriormente, los déficits y conflictos afectivos primarios se revelan activos en el síntoma adictivo. La adicción en sí misma constituiría por tanto un punto de llegada, no de partida, que cristalizaría en la interacción persona, sustancia, contexto.

En líneas generales y a modo de boceto, el tipo de estructura familiar más frecuente que encontramos en pacientes toxicómanos es la denominada “matricéntrica” caracterizada por una madre sobreprotectora que acapara el rol central y que, al vivenciar ta angustia despertada por la separación del hijo como un vaciamiento, aborta el proceso de individuación de éste reduciéndolo a un estado crónico de dependencia. Hecho que se ve reforzado por una figura paterna periférica y débil que perpetúa desde los orígenes la inmersión en la triangularidad edípica y la adquisición de un funcionamiento simbólico. Todo ello aparece entretejido con las expectativas y fantasías del imaginario materno acerca de la “función hijo” en el orden de la satisfacción pulsional, concibiéndolo como una proyección de su ideal del yo. La madre tiende a establecer una relación simbiótica fascinada por la omnipotencia del hijo, lo que le acarrea innumerables frustraciones al injertarse el principio de realidad. La maternidad expone descarnadamente a la madre frente a sus propias carencias afectivas infantiles y desvela los déficits de su estructura de personalidad que trata inconscientemente de compensar y suplir con el hijo.

Un punto de inflexión fundamental en el resurgimiento de la angustia materna de abandono, lo constituye el desarrollo motor del niño que, evolutivamente, le posibilita los primeros distanciamientos reales a medida que explora progresivamente el entorno por sí mismo. La madre comienza a ejercer como un ente más accesorio que le proporciona seguridad, instaurándose un pasajero periodo de dependencia relativa que desemboca en la independencia. Queda patente una intensa ambivalencia de la madre respecto a los alejamientos del bebé y con la figura del hijo en sí misma, que cobra vigor a medida que el niño evoluciona y adquiere capacidad de autonomía y decisión. Lo ilustran comentarios como: “Desde que tenía dos años ya vi que era un niño muy difícil”.

Presuponemos que con ello se agudiza la angustia de desintegración materna obstaculizando, desde los albores, el proceso de individuación y potenciando entre ambos experiencias fusionales. Un botón de muestra podrían ser declaraciones del tipo: “Es que de pequeño mi madre me decía que qué me pasaba que me separaba de ella. Me decía que no tenía que haber nacido, te tenías que haber ahogado entre las piernas. Después mi madre me abrazaba histérica, llorando, a lo mejor después de pegarme. Mi madre me cargaba mucho de pequeño. Ahora me lo tomo de otra manera y me derrumbo.” “Mi madre elegía con quién tenía que ir para que me cuidase, no fuese con tal o con cual. Siempre me gustó la pintura y el depone. Nunca pude hacerlo…”

En su discurso el paciente dibuja una madre acaparadora y voraz que “media” y “filtra” la relación del hijo con el exterior, pleno de matices persecutorios.

Dentro de este esquema familiar el consumo cumple una doble función: por un lado perpetúa los lazos de dependencia primaria no resuelta que encadenan al sujeto al núcleo familiar, y por otro la toxicomanía le proporciona una “pseudoidentidad” sostenida por todos los factores sociales y marginales que rodean a la subcultura de las drogas y que contribuyen a instaurar un estilo de vida genuino que gira en tomo a ella. La sustancia le empuja a reiterados intentos de autonomía, bañados en culpa, realizados bajo condiciones que auguran el fracaso, y que paradójicamente refuerzan la relación simbiótica madre-hijo. Cualquier tentativa de distanciamiento familiar es acompañada con frecuencia por un incremento del consumo. Reproduce por tanto, con la reiteración de la entrada y salida de fa droga el fallido proceso de separación del objeto materno. En este proceso el hijo cumple el velado designio materno: serlo todo para la madre inmolando con ello su vida. Una madre canibalística devoraría así al hijo mediante su insaciable oralidad. En este sentido, la droga potencia la indiferenciación madre-hijo trasmutando cualquier intento autolesivo, como es el acto mismo del consumo, en agresión también hacia la madre.

Abordaremos específicamente las figuras parentales dentro de esta panorámica general en sus aspectos más llamativos.

La figura materna es la encargada de iniciar el proceso de socialización del hijo dentro del seno familiar que constituye un primer campo de pruebas interrelacional. En general la madre del toxicómano se caracteriza por actitudes signadas por el abandono, la inestabilidad y la sobreprotección que, complementadas por padres ausentes, dan lugar a entidades psicopatológicas diferenciadas. Por inestabilidad emocional materna entendemos aquella que oscila entre momentos teñidos por el abandono del hijo y otros de adherencia asfixiante. Una conducta sobreprotectora la ilustran aquellas madres que, en mayor o menor grado, satisfacen el deseo fantaseado acerca del hijo anticipándose a su surgimiento. Todo ello dificulta la adquisición de una constancia objetal que permita superar exitosamente ta posición depresiva y alcanzar la integación del objeto.

El vector que preside las interacciones familiares que hemos observado es la inestabilidad que atenta contra la seguridad del vínculo y es desplegada en diversos escenarios:
a) Directa o indirectamente la madre es la encargada de instaurar y ejecutar las normas. La norma se caracteriza por: “lo que vale para hoy, no sirve para mañana”, aún más, puede variar de un momento a otro; queda pues invalidada frente al hijo y abre el camino hacia la transgresión como vía directa de satisfacción pulsional con y sin castigo. La norma pierde así todas sus características positivas: seguridad, estabilidad y previsibilidad; adquiere un matiz sádico pues su imposición depende del estado emocional de la madre y su cumplimiento se vive como un sometimiento. Incumpliéndola el hijo obtiene un gozo perverso que tiene un componente de disfrute sádico que anula el de la madre (“se sale con la suya”) y otro masoquista porque mediante el sufrimiento infringido por el castigo alcanza el reconocimiento de la madre y también la confirmación de su triunfo. Asimismo, el sujeto también actúa las expectativas masoquistas inconscientes de su madre: que no la hagan caso, que sólo está para sufrir, etc., perpetuando con ello el eterno juego víctima-victimario, La raíz inconsciente de toda trasgresión normativa reside en el combate interno que libra contra la madre sádica introyectada. En consecuencia, cuando el hijo se convierte en adulto y padre, delega en otras figuras la función normativa pues ejercerlo significa identificarse con el agresor: la “madre mala”.

b) Complementariamente, la autoridad suprema representada por la ley paterna se halla teñida de agresión e inestabilidad. La figura del padre emerge convocada por la madre empleando con frecuencia la agresión fisica como límite extremo y despertando en el hijo el miedo a su descontrol. En un segundo momento feaparece la madre conteniendo el sadismo del padre como salvadora del hijo con lo que reafirma su omnipotencia. La conducta transgresora y provocadora reverbera en aquellos contextos donde “l0 normativo” se convierte en eje referencial de la vida del paciente, por ejemplo: entornos carcelarios, comunidades terapéuticas e incluso la propia ingesta de sustancias tóxicas sc halla atravesada por la transgresión 2 . La presencia de la norma en horario y actividades reglamentadas, posee un papel organizador y estructurador esencial en pacientes con preponderancia de aspectos deficitarios, en detrimento de los conflictivos. La contención ambiental constituye un agente terapéutico tan importante como el propio trabajo personal. Hallamos una demanda explícita acerca de la necesidad de clarificar y limitar las normas:

“En casa me hubiera venido bien con el tema de las normas o que se hubieran implicado conmigo o que me hubieran dicho puerta.”

Hasta ese momento los límites y las fronteras representaban una provocación a la transgresión y su violación constituye una peculiar forma de “estar”y de “ser reconocido por el otro “, aún desde el castigo:

“Buscando la falta de cariño a lo mejor he hecho el gamberro para llamar la atención”. “Cuando he estado en líos es cuando más he tenido a mi madre sólo para mí”

Sólo desde el conocimiento singular de la novela familiar comprenderemos que esa puede constituir la única opción de afirmación y de adquisición de una identidad diferenciada.

La figura paterna, que representa la ley, es el tercero encargado de romper el circuito dual madre-hijo facilitando la identificación del hijo varón con la figura de su propio sexo y la elección de objeto. Sin embargo, el padre de nuestros pacientes aparece como un apéndice materno y es presentado encarnando cualidades opuestas a ella, parece no tener una entidad propia. Ambos progenitores aparecen dibujados como caricaturas, deformados por escisiones y renegaciones masivas que debilitan el yo.

Pensamos que la madre no lleva a cabo una adecuada presentación del padre, lo que se ve facilitado por:

a) Un fallecimiento real del padre o padres desconocidos.

b) Padres débiles, con una identidad precaria, desinvestidos por su propia incapacidad de toda autoridad y anulados en su función, agravado con frecuencia, por problemas de adicción al alcohol.

c) Padres vividos como “autoritarios” al hacer sólo acto de presencia mediante la agresión y con un fuerte componente sádico.

La ausencia de un referente masculino constante y positivo acrecienta la dependencia materna y obstruye las vías que desembocan en la identificación secundaria paterna. La madre se erige en el intermediario entre padre-hijo, promoviendo activamente la exclusión del tercero en la unidad narcisista que constituyen ambos: “Mi hijo es cosa mía’.

Asimismo observamos cómo en estos sistemas familiares se asigna con frecuencia al hijo una función paterna delegándole el soporte de la estructura familiar mediante el sustento y la educación del resto de los hermanos (parentalización del hijo)
En este contexto debuta la búsqueda de la muerte como un límite extremo frente a la desorganización interna:

“Mi padre me decía: pero hijo que te van a coger, que vas a caer preso.

Pero si yo lo prefiero porque si no es que iba a durar un mes. Me tirotearon en el barrio, me pegaron dos tiros… Todo fue porque a mí todo me daba igual. Lo buscaba… Todos lo estábamos viendo.”

El deseo de muerte se halla entretejido por una malla de significados simbólicos, aparece como límite y como acto de castigo y venganza contra la madre sádica introyectada:

“Tengo que estar muy mal, muy mal para que me ayuden. A veces, tengo la sensación de que mejor muerto. Hacerlo a modo de castigo y que luego no lo pienso así.”; “Pensaba que a mi madre se le hacía grande tener tanto hijo y que quería dedicarse más tiempo a mi hermano. Me he deseado mucho la muerte”.

En su fantasía el dolor experimentado por la madre ante su muerte corrobora la incondicionalidad de su amor por él. Se trasforma con ello en el hijo inmolado, pero a su vez idolatrado. Sólo así habitaría a la madre como hués-ped eterno en su imaginario. La muerte diluiría la barrera entre el yo no yo, ambos constituirían uno. Por otro lado, autodestruyéndose se hace eco de los deseos de muerte de la madre y los actúa.

La muerte iguala además a los componentes de un grupo y canaliza el reavivamiento destructivo de la envidia primaria 4 tan presente en este tipo de estructuras regidas por aspectos pregenitales.

Siguiendo el hilo conductor de lo expuesto observamos cómo las diversas combinaciones de padres débiles o ausentes con madres abandónicas, inestables o sobreprotectoras, devienen en tres estructuras psicopatológicas diferenciadas. En el primer caso (padre ausente o débil y madre abandónica), emergería una psicosis donde la droga cumpliría una función instrumental: proteger al sujeto de una inminente desestructuración psíquica. El segundo (padre ausente o débil y madre inestable), daría como resultante una organización límite de la personalidad en el que la sustancia potenciaría un funcionamiento psíquico preexistente gobernado por mecanismos defensivos primitivos tales como renegación, identificación proyectiva, escisión e idealización primitiva, con juicio de realidad preservado y difusión de identidad. El tercero (padre ausente y madre sobreprotectora), en función de su intensidad, devendrá en un sujeto límite o psicótico.

La naturaleza inconsciente del delito y el castigo

Una vez dibujado el panorama familiar, otro aspecto que motiva nuestra reflexión es la naturaleza inconsciente del delito y del castigo en toxicómanos delincuentes. Si bien no disponemos de datos estadísticos precisos acerca del momento de inicio de las actividades delictivas, hallamos, a modo de encuesta, que únicamente en un pequeño porcentaje (20%) son consecuencia de la drogodependencia. El 80% restante se inician en el periodo de latencia: 9, 10, 1 1 años y sólo posteriormente se emplea como vía de financiación del consumo. Parte de la población toxicómana reclusa examinada proviene de ambientes familiares donde se “maltrata” sistemáticamente desde la más tierna infancia. Siendo niños son golpeados con y sin un motivo justificado por uno u otro progenitor lo que se halla facilitado, en ocasiones, por problemas de alcoholismo en la figura paterna y de perturbaciones emocionales en la materna. Pensamos que este hecho degenera en un fenómeno psicológico similar al descrito por Seligman, allá por 1975, acerca de la “indefensión aprendida ” que resulta al aplicar a un sujeto un castigo al azar y no por el tipo de conducta que efectúe. Todo ello repercute psicológicamente acrecentando significativamente en los niños la aparición de prácticas agresivas, conductas transgresoras y violentas rabietas susceptibles o no de ser castigadas. Estas gozan de un substrato inconsciente racional que Io resguarda frente a una mayor desestructuración psíquica. Adelantándose con su acto agresivo al del otro evita la emergencia de una angustia destructora: “Quiero hacerte lo que temo que me hagas”. El infante realizando actos punibles merma su sensación de indefensión y le otorga un papel activo en el control ambiental al trasformar su comportamiento en algo predecible: “me castigan y me pegan porque me porto mal, yo tengo la culpa”. De esta forma se atenúa la aterradora angustia que despierta la imprevisibilidad de un castigo certero.

Freud en 1915 explica del siguiente modo las conductas delictivas emitidas por adolescentes:

“El trabajo analítico condujo al sorprendente descubrimiento de que estas hazañas se realizaban debido a que estaban prohibidas•, y que su ejecución era acompañada por el alivio mental de quien las realizaba. Sufría un opresivo sentimiento de culpa del que desconocía el origen, y después de haber cometido una fechoría esa opresión se mitigaba. Su sentimiento de culpa quedaba por Io menos ligado a algo”. Winnicott (1958) recoge esta teoría y subraya:

‘El robo, la mentira, la destructividad y la enuresis son actos que se reali-zan en el marco de un instinto inconsciente de dar sentido al sentimiento de culpa. El hecho de que este sentimiento sea inexplicable produce una sensación de locura. El antisocial logra alivio ideando un delito limitado que sólo de un modo disfrazado está en la naturaleza del crimen de la fantasía reprimida propia del complejo de Edipo origina.”

Sin embargo, nuestra labor clínica descubre que la fantasía homicida edí-pica no se entierra en el inconsciente sino que se sitúa en un estrato preconsciente o incluso Consciente aflorando fácilmente ante violentos enfrentamientos familiares que reavivan el ardiente deseo de acabar con las figuras parentales, de matarlos (ta represión es un mecanismo defensivo demasiado evolucionado para poder ser empleado al tiempo que planea el miedo a la retaliación): ‘Yo me drogo por no matar a mi padre El terror a pasar al acto este impulso destructor lo empuja hacia el consumo como forma de aplacarlo anestesiándose y hacia la realización de conductas delictivas y asociales que evacuan los impulsos agresivos al tiempo que otorgan sentido al sentimiento de culpa inconsciente. Curiosamente, rastreando episodios de sobredosis vemos que coinciden con trifulcas familiares en reuniones, fiestas navideñas, etc. Los otros “dañados”, sus “víctimas”, son subrogados paren-tales a los que indirectamente ataca. El consumo les protege de su afán aniquilador autodestruyéndose, aunque para ello es imprescindible la entrada en funcionamiento de un potente masoquismo que revierta en satisfacción libidinal el verse a sí mismo destruido. Se trataría, por otra parte, de una conducta cargada de intensos revestimientos narcisistas.

A modo de síntesis diremos que el toxicómano se defiende de la expre-Sión directa de su agresión debido a la autopercepción de un odio devastador por tres vías: el consumo encargado de modular sus impulsos agresivos, el desplazamiento desde donde se otorga un lugar a las conductas delictivas y la huida del conflicto familiar.

Inicialmente, lo que más me impresionó en el trabajo con toxicómanos fue todo aquello que rondaba en torno a la pulsión agresiva destructiva-constructiva en sus más variadas manifestaciones. No deja pues de sorprendernos que el eslogan que encabeza algunos movimientos sociales que justifican el uso de drogas sea: “Antes destruirse que agredir”. Algunos de ellos lo consiguen.

Aspectos terapéuticos de la intervención

Adentrándonos en los aspectos terapéuticos de nuestra intervención encontramos que el tratamiento del drogodependiente desenmascara la función “de tapadera” que la toxicomanía ejerce en la familia. Se produce una mirada distinta hacía el pasado y el cuestionamiento del discurso familiar testimonia situaciones conflictivas que emergen por vez primera y que revelan conflictos nuevos y ajenos al síntoma entre sus miembros. De hecho, llama poderosamente la atención el rechazo, no siempre inconsciente, que desencadena la resolución del problema de drogodependencia del hijo. Nos topamos con testimonios escalofriantes: “Miedo a verme bien, a que no les guste y a que me rechacen La cura provoca irremediablemente una desestabilización en la economía psíquica familiar que -se restablece con la recaída de otro de sus miembros. De hecho no son estadísticamente infrecuentes las familias con más de un miembro drogodependiente, llegando en ocasiones a afectar únicamente a todos los varones quedando exento el sexo femenino. A veces, alternan curiosos balanceos entre las recaídas de unos hermanos y los periodos de desintoxicación de otros, otras se arrojan simultáneamente de motu propio hacia estériles experiencias comunales de desintoxicación.

Tropezamos, en ocasiones, con enormes recelos por parte de las figuras maternas hacia el terapeuta (especialmente si es femenino), tanto más patentes cuanto más patológica sea la relación con el hijo. Este rechazo incons-ciente provendría de la confrontación con la vivencia culpógena de su fraca-so personal como madre y de la rivalidad inconsciente que establece con el terapeuta, recrudecida por las progresivas tentativas de autonomía personal del hijo. El vínculo terapéutico genera en la madre fantasías eróticas, lo que nos remite al papel seductor que ella misma ejerce: “No todas las madres salen de juerga contigo como si fuéramos dos novios “. El terapeuta es vivido como el “competidor” que trata de arrebatarle al hijo donde la droga se sitúa como aliado de ambos, por un lado conduce al fracaso vital y a la dependencia, pero por otro evita la consumación del incesto empleada como escudo protector. La sustancia (objeto destructor incorporado) se trasforma en el tercero (no simbólico) que bloquea la triangularización del discurso y que se ve progresivamente reemplazado por “un otro” humano, el terapeuta, que al principio es caracterizado por atributos similares a los del objeto ideal tales como omnipotencia, idealización y obtención de efectos mágicos e inmediatos,

Desde la contratransferencia

En último lugar, aunque no por ello carente de importancia, no queremos dejar de mencionar la tormentosa contratransferencia experimentada durante el tratamiento. Llevé a cabo sesiones donde me vi abrumada por masivas identificaciones proyectivas que dificultaron el curso fluido del acontecer terapéutico y revirtieron en silencios, sensación de inutilidad, fuertes sentimientos agresivos, miedo al maltrato suyo y mío, necesidad de huir y abandonar, enfermedades inesperadas, etc. El más perturbador sentimiento que experimenté fue una sensación de desfallecimiento y de agotamiento fruto de su avidez extrema. Acaece, además, un hecho singular cuando el paciente nos atribuye un conocimiento innato acerca de él mismo que acabamos dando por sentado y que se puede denominar “confabulación contratransferencial”. Solamente merced a la elaboración del historial clínico tomamos con-ciencia de que reproduce en el encuadre terapéutico el efecto que la sustancia tóxica actúa sobre el sujeto: amplía los límites del pensamiento y distorsiona la percepción de la realidad potenciando experiencias de comunión donde “la palabra” no ha lugar. Remite con ello a aquellas experiencias de indiferenciación con el objeto primordial mediante la búsqueda imperiosa de la ansiada completud narcisista. La palabra (registro simbólico) es un emisario de lo diferente, vivido al tiempo como agente amenazador y perturbador, y actúa como barrera impidiendo que el terapeuta sea fagocitado por él. Quizá, de la necesidad de “igualarse” con nosotros, provenga la sempiterna. queja, a la vez que deseo de: “Para que alguien te comprenda tiene que estar en la misma onda que tú’: Por un lado, siendo idénticos se soslaya el despliegue de la envidia primitiva lo que repercute en la posibilidad de introyectar la ayuda terapéutica. Aceptarla le confronta con sus propias carencias. Por tanto, entran en juego sus aspectos narcisistas, ataca y provoca al terapeuta y al conjunto de profesionales encargados de su tratamiento, En toxicómanos con trastornos narcisistas graves de la personalidad constituye un aspecto difícilmente resoluble. Rechazan la posibilidad de ayuda, de de-pender y de necesitar a otro para construirse pues hacerlo fragmenta al Yo omnipotente idealizado con que se identifica y que le resguarda del mundo externo, siempre frustrante. Todo ello le impele a persistir en una autonomía deficitaria, necesitado profundamente del otro pero abocado a una autosuficiencia empobrecedora. Por otro lado, encontramos que Simmel (1930) explica la seducción que ejercen sobre las personas, incluido el terapeuta, para convertirlo en adicto como una tendencia de desviar hacia afuera el “odio introvertido”. De esta manera envenena a otro en lugar de envenenarse uno mismo. Por último vemos cómo estos pacientes muestran una intensa vivencia de omnipotencia y grandiosidad acerca de sí mismos alimentada por los efectos psíquicos de la sustancia tóxica y que los lleva a sentirse invulnerables e inmortales, como ilusión narcisista, Io que repercute por ejemplo: en la realización indiscriminada de conductas de riesgo en el contagio del VIH, el rechazo del tratamiento farmacológico cuando ya han desarrollado la enfermedad, etc. Paradójicamente conocen la información pero no la emplean al renegar de su fragilidad corporal, de la muerte cenera y acompañarla de un impulso autodestructivo, de un velado deseo de muerte: “Ya nada importa.

Realicé, en los primeros compases del tratamiento, una lectura emocional de la vida traída a sesión por los pacientes. Me conmovió la frialdad afectiva trasmitida por ellos ante la crueldad de sus relatos y que también sentí como terapeuta. Además, la dificultad aumentó cuando en la relación terapéutica se fomentaron los aspectos persecutorios y la desconfianza que atentaban contra la seguridad del vínculo al verse contaminada, con frecuencia, por el marco institucional en el que se inscribía nuestra actuación. Por último diremos que junto con esto apareció la imperiosidad en la resolución de sus ne-cesidades y la manipulación del terapeuta y de los resortes institucionales para “salirse con la suya”. El proceso de tratamiento se caracterizó por una modificación constante de la demanda terapéutica que evolucionó desde la creación de una motivación interna para el tratamiento y la toma de conciencia de un problema de adicción, hacia la búsqueda de los determinantes in-conscientes de su conducta. Resultó especialmente difícil manejar los “acting out”. Sus tentativas manipulativas me hicieron adoptar una actitud envarada que depuse posteriormente puesto que el paciente no hace más que reproducir trasferencialmente sus relaciones primanas de objeto.

En este artículo he hecho especial alusión a mi contratransferencia porque es el aspecto menos mencionado en las publicaciones sobre toxicomanías. Creo, además, que otorgar un sentido y sostener las sacudidas contratransferenciales es el eslabón que posibilita, en gran medida, la ardua tarea terapéutica.

Este trabajo nace a raíz de iniciar mi andadura profesional con colectivos de toxicómanos. Desde entonces han transcurrido nueve meses, Io que me ha facilitado una mirada más reposada de los retazos de vida que tuve entre mis manos. Debutar con un colectivo tan complejo no fue fácil, cometí errores, me vi sacudida por tumultuosos sentimientos contratransferenciales, descubrí mis limitaciones teóricas y técnicas, etc. Pude también enriquecerme no sólo profesional, sino humanamente, compartiendo con otros compañeros esta dificil tarea. Desde aquí mi más sincero agradecimiento a ellos, a Nicolás Caparrós y a los pacientes que se abandonaron a mí por su valentía para compartir la esperanza de la escucha.

Raquel Tomé