Publicaciones-Los peligros de la envidia
En mi novela Abel Sánchez intenté escarbar en ciertos sótanos y escondrijos del corazón, en ciertas catacumbas del alma adonde no gusta descender los más de los mortales. Creen que en esas catacumbas hay muertos, a los que lo mejor es no visitar, y esos muertos, sin embargo, nos gobiernan.
Prólogo de “La tía Tula”, de D. Miguel de Unamuno (1920)
La envidia forma parie de lo elemental humano. Que tire la primera piedra aquel que no haya sentido jamás su aguijoneo. Parte de la dificultad de abordar este trabajo estribó en la familiaridad de lo tratado. En algunos momentos confieso que yo misma llegué a ser sujeto y objeto de estudio, que la incapacidad de tomar la distancia adecuada que posibilitase un cierto grado de abstracción me arrojó a vivencias de parálisis y de desasosiego, que podía dar todo y nada, devorada a una por mis vivencias de incapacidad y a Otra por las estupendas lecturas que avivaban mi envidia. Pero no se asusten, no voy a hablar de mí misma, ni a esconderme detrás de mis ejemplos haciendo gala de un depurado estilo freudiano.
En un ímprobo esfuerzo por comprender un afecto que las más de las veces permanece soterrado, acechando en los vericuetos del alma, elegí un caso donde a mi modesto entender, la envidia era un decisivo elemento que enquistaba la posibilidad de crecimiento emocional y personal de este paciente. Esto me con-dujo, en primer lugar, a delimitar lo que se entiende por envidia para facilitar su identificación, cuáles son las fuentes de las que bebe y el proceso que la crea. Al mismo tiempo, surgía la necesidad de un antídoto: cómo defendernos de ella. Es precisamente desde aquí, desde un intento de comprensión de la envidia y sus efectos destructivos colaterales inconscientes, donde asiento la elaboración teórica de este caso. No por ello quiero dejar de mencionar que no todo es negativo: hay una vertiente instrumental de la envidia que se alía con el crecimiento, mediado siempre por la idealización del objeto envidiado, que nos confronta con la oquedad de la falta, y que abre la compuerta hacia los procesos identificatorios. Pero no es esta la parte que voy a desarrollar. Otro escollo importante fue que a medida que tejía el caso inicialmente seleccionado me asaltaron dudas respecto a la rigurosa pertinencia de mi elección debido a la masiva presencia de la voracidad, temprano precursor de la envidia. Así que hube de desechar esta primera inspiración y optar por Otra más acorde con los trastornos narcisistas, final al que me condujo mi errante discurrir teórico.
Les voy a exponer un caso que he descrito con escasa profusión de detalles, porque he invocado a mi memoria al tratarse de un paciente que llegó a mí hace años para emitir un veredicto diagnóstico y poco más. Haré Io posible por evitar caer en una imprudente desvirtuación del mismo y de que ustedes dispongan del mayor número de elementos de juicio rescatados de la recámara del olvido. Vayamos pues con la áspera teoría de este caso clínico.
Narcisismo y Envidia
Da la impresión de que es justo aquí en la confluencia con el narcisismo don-de la envidia es una eficaz defensa narcisista de la que harán gala con mayor virulencia aquellas patologías donde el déficit narcisista sea mayor. Veremos por qué.
Melanie Klein (1957) defiende que la envidia es la más temprana exterioriza-ción de la pulsión de muerte, Rosenfeld (1964) la apoya, no así Kernberg (1975).
Ahora bien, no toda manifestación de pulsión de muerte, si aquí englobamos todas aquellas fuerzas que se oponen a la integración y a la estructura, son envidia. Inauguran los primeros latidos del crecimiento humano la proyección y la introyección. Los procesos proyectivos son las primitivas herramientas que em-plea el bebé para defenderse de aterrorizantes experiencias fragmentadoras, provocadas al experimentar sensaciones displacenteras internas o externas, da igual, y así: orina, defeca, … impregnando del caos interno algo (un no yo) que gracias al constante interjuego entre estos procesos proyectivos — introyectivos, adquiere cada vez más el contorno de un afuera de sí mismo. El bebé se halla pues en el camino de la diferenciación yo — no yo favorecido por la maduración biológica. Parece que el objetivo principal de estos primeros mecanismos defensivos (proyección – introyección) sería el de restablecer un clima interno no persecutorio. Y sólo alcanzaríamos en esta etapa a rastrear una protoexperiencia envidiosa en el juego de presencias — ausencias con los objetos parciales.
J. H. Berke (1987) diferencia la envidia arcaica que emplea como herramien-ta los procesos proyectivos y dice: “la proyección pasiva del caos y la confusión no es envidia, en cambio sí Io es la porfiada y vengadora evacuación activa del displacer”. Parece que un ingrediente básico es la teleología destructiva de la envidia. Abordamos a continuación un punto conflictivo porque para que esta “conciencia de intención” (acaso sea muy pretencioso decir esto) exista nos in-clinamos del lado de la balanza de aquellos autores que postulan la necesidad de un mínimo grado de estructuración del yo capaz de limitar nítidamente 10 interno de lo externo, el yo del no yo. Para hablar de envidia es necesaria esta primera discriminación. Lo destructivo sería arrojado a un otro. Lo deseado, lo envidiado proviene de fuera. Enciende el deseo que se torna doloroso. Nos alejamos pues de las concepciones innatistas de la envidia e ineludiblemente nos topamos con el estadio del espejo (Lacan, 1949), clave como forjador del yo, y que marcará un punto de inflexión fundamental en este proceso.
Aproximadamente ya a los seis meses la visión de la imagen del niño reflejada en el espejo, inaugura el acceso al espacio especular gracias a la precoz capacidad humana de escindir la imagen real de la proyectada, lo que contrasta vivamente con las sensaciones corporales propioceptlvas de fragmentación en el niño debido a su inmadurez biológica. El bebé se aliena con esta unidad gestáltica imaginaria y reprime la percepción corporal atomizada y fragmentada. Su resultado: el yo. Esto sería un a modo de “troquelado humano” porque determina en estos primeros intercambios la esencia de la humanización. A raíz de esta formulación original Lacan introduce el concepto de “identificación con el semejante”, la posterior inauguración del espacio simbólico y también postula un origen de la agresividad que aúna indisolublemente al narcisismo.
La manera en que Lacan explica cómo hacer para defendernos de la percep-ción de nuestra propia fragmentación, es alimentándonos de la imagen del otro.
Creemos que somos Io que los demás son para nosotros, es decir, unidades narcisistas. Pero el sujeto incapaz de renegar de sus experiencias corporales, proyecta en el otro su propia atomización con lo cual deja de ser lo que pensábamos (cede la idealización) y se trasforma en un igual a mí. La constancia de la limitación del otro supone asumir la propia. Aboca pues a una ruptura y renuncia a la totalidad abanderada por el narcisismo primario. En este punto brota la agresividad.
Y si ante algo nos coloca la envidia es frente a nuestra propia incompletud, nos arroja hacia el camino de la falta. La envidia destruye la imagen especular que nos devuelve el espejo y nos engaña. Nos reflejamos e identificamos con la unidad narcisista que nos proyecta. Pero la envidia, inmisericorde, rompe la magia de esta ilusión, como le pasó a la bruja en el cuento de Blancanieves.
La introducción por Lacan del concepto de “identificación especular” nos permitió acceder a una mejor comprensión de dos características de este afecto: la envidia a lo simétrico y su costado agresivo. Se podría hablar del nacimiento de la envidia se” junto a los albores de la “identificación especular” y por tanto a la constitución de la noción de “ser” frente a otro. La raíz narcisista de la envidia daría cuenta de la expresión agresiva. Por tanto su emergencia entronca con un decisivo momento en la constitución psíquica de los individuos y aglutina en su composición conceptos claves tales como: narcisismo, identificación y pulsión de muerte.
Observamos cuán frecuentemente la envidia se desencadena con los iguales, aquellos que partiendo teóricamente en condiciones de igualdad superan con creces nuestros logros. Dentro de este nivel se sitúan en la célula familiar los hermanos y en el ámbito social los amigos, colegas, compañeros profesionales, etc. Posiblemente donde se da una identificación con el semejante de forma más potente es con otro nlño más que con un adulto, porque “la simetrización” corporal lo hace más posible. De ahí que la envidia entre hermanos cercanos en edad arraigue con facilidad. El primer estrato en la construcción de la identidad individual es un no saber que antecede a cualquier personalización: “yo soy yo diferente de ese otro”, esto es imposible en principio enunciarlo así. En el esta-dio del espejo identificas al “otro” (niño) como un “otro yo” en el campo de lo real pero con la virtud de la unidad. Además ya sabemos que por la excorpora-ción de sensaciones fragmentadoras, la unidad propia y ajena perecen. Esto im-plica que devenir progresivamente en un “ser” diferenciado del “otro” conlleva una carga agresiva resultante de la discriminación (defusión) yo = otro y sólo se reequilibraría la economía libidinal en cualquier sujeto si esta se pone al servicio de la integración (fusión) del yo, Io que en gran medida dependerá de la labor de contención ejercida por la madre. En ese decisivo instante, la radicalidad del impulso envidioso y su efecto devastador cuestiona descarnadamente la posibilidad de “ser” frente a otro, porta pues el sello de la autoconservación frente a la
autodestrucción.
Identificamos una parte de la energía libidinal liberada en esta metamorfosis psíquica de reconocimiento de la diferencia Yo-otro que pugnaría por lo opues-to: desembarazarse de la provocadora y perturbadora presencia del objeto-otro, y restablecer una idflica situación primordial, un universo narclsista descarnado de cualquier tensión displacentera. Dicho así parece que sólo se alcanzaría en un a modo de instantánea fotográfica merced, por ejemplo, al placer que pmporcionaría la satisfacción de apremiantes necesidades biológicas. Esto solo me resulta imaginable en un niño abocado a un constante crecimiento. Quizá la fuerza de los puntos de fijación provenga precisamente de ahí, como restablecimiento de
pretéritas sensaciones corporales narcisistas de plenitud donde el niño o el adulto alucina su propio autoabastecimiento soporte de cualquier imagen de omnipo-tencia. Otra posibilidad sería alucinando la fuente que le provee y el propio suje-to como una unidad, Añadimos a todo esto que el estadio del espejo lacaniano se solapa con la posición confusa del Modelo Analítico Vincular (N. Caparrós), en donde gracias a la intervención del mecanismo idealizador de ese objeto-otro se garantiza su supervivencia. Este permite sortear la agresividad despertada ante tan descomunal desproporción: sujeto-objeto envidiado. Para evolucionar sería preciso que en el proceso de crianza, el objeto primordial, es decir, la madre, depositaria inicial de tan masivo afecto, pueda favorecer mediante una adecuada capacidad de “rêverie” la aproximación entre estas dos categorías en principio irreconciliables: Yo – Otro (me da la impresión de que a veces el otro funciona a modo de Ideal del Yo). Sólo así acortarían distancias.
En este proceso cedería la envidia pero no claudicaría porque, no nos engañemos, es imposible. Sólo se erradicaría de raíz en cualquiera de nosotros si ambas instancias yo — otro (ideal del yo) se solapasen completamente. Y esta posibilidad enlaza con la pulsión de muerte y el narcisismo primario. Quizá sea esta la opción, como veremos en el caso clínico, a la que dramáticamente se aferran muchos adictos ayudados por el tóxico, negando sus carencias, persegui-dos por la muerte, angustiados por lo intolerable de la existencia. Otra posibilidad consistiría en trabajar en la dirección del ideal para atenuar la diferencia aferrados a la ilusión de Io posible… Conscientes de que hay tantos intentos vanos: el amor ideal, la amistad eterna, el sexo-fusión, el arte como sublime goce estético. tantos ensayos baldíos, aspiraciones imposibles, tantas cosas que se desean y nunca se consiguen y, sin embargo, se sigue en la brecha porque la búsqueda merece en sí misma la pena y compensa seguir intentándolo.
Por eso no se puede hablar del fin de la envidia, sólo de su trasformación, como la energía. La envidia mudaría en crecimiento merced a una adecuada elaboración, pero lleva irremediablemente a una nueva simetrización, no “yo soy tú”, sino referida esta vez al universal de la castración.
Siguiendo este hilo de Ariadna parece que en el narcisismo patológico y la envidia el yo se haya comprometido en la medida en que la relación con un otro arroja al sujeto hacia originales experiencias fragmentadoras. Para Berke (1987) la envidia y el narcisismo representan vanaclones del mismo problema, un dolor mental excesivo, percibido conscientemente como inferioridad presuntuosa e inadecuación. Creemos que una matización sería necesaria. La envidia actuaría a modo de ingrediente básico de los trastornos narcisistas graves pero sería inca-paz de acceder a la conciencia porque le desestructuraría y por eso, lucha encarnizadamente para evitar su emergencia refugiándose en una autoimagen omnipotente y grandiosa. En este proceso la idealización es un valor en alza que muestra dos caras: como elemento gestante de envidia pero también, paradójicamente, como defensa narcisista contra la misma.
La idealización es absolutista por naturaleza pero en los trastornos narcisistas graves, su empleo es más masivo que en un envidioso, por ejemplo, porque la renegación abarcaría a grandes cotas de realidad, pero también es más vital dada la carestía de objetos buenos internos. El mecanismo de idealización guarda al sujeto de una potente envidia subterránea para salvar al objeto envidiado y así poder nutrirse de él. Hay más idealización porque está más en precario. Y ella opera como bisagra para reconquistar en Io vincular el terreno ganado por la libido narcisista. Este proceso sólo adquiere visos de viabilidad cuando la per-cepción de las diferencias entre él y el objeto envidiado se suavizan en la medida en que incorpore la bondad del otro al yo. Parafraseando a Kohut (1971) sería algo así: “Tú eres perfecto porque estás conmigo”. Lo que no implica que caigan en una relación simbiótica porque los narcisistas reniegan de las diferencias entre el sí mismo y el objeto pero no su separación (Kemberg, 1975). Si este camino fracasa (herida narcisista) brota la terrible rabia narcisista que arrasa con el objeto idealizado en tanto que los investimentos libidinales retornan al Self alimentando una grandiosa autovaloración y reforzando una visión del mundo teñida de persecución. Producen por tanto graves perturbaciones de la autoestima. Este hecho alimenta aún más la idealización pues sería un intento defensivo para compensar una nueva prevalencia de lo persecutorio (Caparrós, 2000).
En general, resultan personas fácilmente identificables pues se muestran como seres pagados de sí mismos, profundamente egocéntricos que alardean de su propia superioridad frente al mundo y que tanto rechazo y agresividad despiertan en los demás. Pero para ellos la conciencia de envidia actuaría como un elemento corrosivo muy peligroso porque la biliosa envidia quiere evaporar la fuente; puede lo thanático. Sólo se alcanzaría cierto reconocimiento de este afecto cuando la idealización no sea tan imprescindible para preservar el objeto. Evolutiva-mente la envidia se situaría un paso por delante, sería todo un logro. Abriría la pedregosa senda de la ambivalencia, la constancia de nuestro desvalimiento y de nuestra dependencia, así como el miedo a necesitar a otro en ocasiones potencialmente frustrante, eso sí, esperando que correctoramente sean las menos dentro del espacio terapéutico. Ineludiblemente, recuperaría la asignatura pendiente de afrontar la pérdida del objeto y la angustia de pérdida de amor de los padres. Daría cabida a sentir lo depresivo en detrimento de una coloración vital hueca amordazada por la pulsión de muerte. Gana el pulso por la vida.
Echando la vista atrás vemos como la infancia nos revela que la esencial ar-gamasa que posibilitará la integración en los sillares del yo de los componentes
libidinales y agresivos de la pulsión, sería una confirmación narcisista “suficientemente buena”. Las fallas del cuidado materno que originen graves traumas narcisistas cobran importancia clave. En apoyo de esta idea Bela Grunberg señala el camino a seguir cuando esgrime que las satisfacclones narcisistas y pulsionales, al armonizar con el yo aumentan la autoestima y que por tanto dis-minuyen la distancia entre el yo y el ideal, de este modo sustraen al yo parte de su megalomanía. Poco a poco cederían el cetro de “ombligo del mundo” y deri-varía hacia formas más adecuadas de autoestima. Al tiempo que el sujeto se hallaría más fortalecido a la hora de sostener cualquier comparación envidiosa. Lo que facilitaría la superación del afecto envidioso pasa porque pese al reconocimiento de una falta que nos arroja hacia la incompletud y la dependencia el sujeto se halle instalado en la rueda del crecimiento y de la superación, es decir, que pese a todo no renuncie a fantasear y a trabajar en la dirección del ideal asumiendo sus limitaciones.
En este contexto, el gran poder existe en la forma irresistible del amor. Un amor que coja la medida de la vida sin ser asfixiante ni ralo. Cada paciente enri-quece porque abre una ventana en el tiempo con adornos existencialistas. Des-lumbran los fogonazos de la infancia y nos transportan a los estados embriona-rios de los primeros vínculos que crecen, mudan y cobran forma al calor de la familia. Utilicemos pues nuestro carbono 14 particular para destripar una tragi cómica historia vital salpicada de sunealismo.
Caso Clínico
Simón, el protagonista de esta historia, capturó mi atención instantáneamente dado lo infranqueable de su conducta. Estaba alrededor de la treintena cuando aceptó formar parte de una nueva experiencia terapéutica azuzado por su familia que se hallaba desbordada ante los continuos desmanes del hijo toxicómano. El consumo de sustancias tóxicas coexistía con un Trastorno de la Personalidad
Narcisista.
Simón era el antepenúltimo de una conservadora y numerosa familia de diez hermanos de posguerra española. Su padre se dedicaba a labores institucionales al tiempo que atendía su puesto como médico y su madre se ocupaba de los hi-jos, de rezar y de la casa ayudada por el servicio. Se inició en el consumo con trece años con cannabis, alcohol y pastillas. Y allí comenzó una carrera desen-frenada probando todo lo posible y Io imposible: con dieciséis y diecisiete años inhalaba cocaína, con diecinueve se inyectaba heroína tras su paso por el Servicio Militar y en la veintena optó por una mezcla de ambas: heroína y cocaína (speed). Fascinado por el imán de la transgresión se dedicó a saltar las leyes humanas y divinas. En uno de estos episodios arropado en una aureola de omnipotencia y acuciado por un mono certero, atraca el banco de debajo de su casa, encañonando al director con una escopeta recortada. Este conocía a su familia de toda la vida y a él prácticamente lo había visto nacer. Con su acción mancilla con deshonor el buen nombre familiar. Sólo tras este primer ingreso en prisión y tras encontrar una jeringuilla en su casa, el padre toma cartas en el asunto y comienza a intervenir adquiriendo conciencia de una situación caótica donde toda la familia parecía confabulada en torno a desmentir, deformar o ignorar los constantes indicios que apuntaban indubitablemente a la toxicomanía del hijo. Sin embargo, dada la avanzada edad del padre ya casi octogenario, trasmite el testigo de su cuidado al hermano mayor.
Simón vivía preso de dos identidades diferenciadas, aisladas por la muralla de una poderosa escisión. Llegaba al extremo de emplear un nombre distinto para designar cada una de esas existencias que corren paralelas. Con una es un hijo de buena familia pervertido por las malas influencias, la otra le confronta con los aspectos demoniacos de su naturaleza: toxicómano, ladrón… Tenía dos hijos: uno fruto de una relación sentimental no legalizada y una niña nacida tras contraer matrimonio con una chica consumidora de buena familia de quien se separó a los cinco años tras ingresar ambos en prisión. Su familia sólo reconocía la existencia de la segunda hija. En la dinámica de funcionamiento de la estructura familiar se fomentaba en parte la escisión yoica y el empleo masivo de la renegación con el fin de sostener la fantasía de que Simón era en realidad un “niño bueno”. Parte de su familia asumía sólo la existencia de una de las identidades. Los actos delictivos se trasformaban en las pequeñas travesuras de un “niño demasiado blando engañado por otros” pero, en ocasiones, sus anécdo-tas servían para amenizar las reuniones familiares. Su tratamiento era variable lo que en unos momentos llega a ser motivo de oprobio, en otros se convierte en
chanza.
Simón entra en el juego y se apropia de la etiqueta familiar adjudicada donde cualquier atisbo de “maldad” se proyecta hacia el mundo externo, diluyendo la responsabilidad del hijo y cercenando la posibilidad de abrir interrogantes acerca de sí mismo. Exhibía en su comportamiento social actitudes retadoras y reivindicativtus. Verbalizaba el enorme placer que le próducía la trasgresión de las normas y su tendencia a saltarse todo tipo de indicaciones. Parecía querer decir: “tengo que llamar la atención para ser alguien, para tener mi propio espacio”.
Sólo desde el conocimiento de la novela familiar se revela como una opción de afirmación y de adquisición de una identidad diferenciada, genuina en una familia de diez hermanos, con unas figuras parentales recortadas en el horizonte de su vida cual sombras intocables e inalcanzables.’ Un padre idealizado y trabajador incansable ocupado en menesteres ajenos a lo cotidiano y una madre “santa” que accede a sus peticiones por agotamiento. El “control” de su conducta se delegaba en los hermanos mayores. Llamaban poderosamente la atención sus relaciones fraternas pues en un principio hablaba cual si fuese hijo único, Mencionó con desgana a los hermanos por requerimiento mío y los bosquejó como figuras fantasmas sin historia, sin edad, sin nombre, ajenos a su vida. Sólo el hermano mayor y el anterior a él cobran con el tiempo una corporeidad teñida de rencor.
Fue en el terreno relacional donde se observó con claridad lo florido de su pa-tología y donde la envidia acaparaba el primer plano. Tuve el privilegio de ser testigo externo de su conducta. Simón se pavoneaba ante los demás con aire altanero, prepotente y clasista, los despreciaba y los acusaba de falta de humildad, sinceridad y caridad, lo que servía como guardián de su Self omnipotente.
De entrada, este proceder le granjeó gran número de enemistades en la convi-vencia social pues despertaba agresividad y rechazo, aunque siempre acababa rodeado de un grupo de acólitos que lo secundaban y era un hábil manipulador de la dialéctica grupal. Poseía una autoimágen altamente idealizada y negaba de forma omnipotente cualquier cosa que la distorsionase. Someter a confrontación en los espacios terapéuticos las fragantes contradicciones en que incurría fue vivido por él como humillación o ultraje, se sentía disminuido, herido..
Protagonizó un episodio donde fue pillado “in fraganti” transgrediendo una norma grupal e hizo tal despliegue renegador que llegaba a rozar lo delirante. Su equilibrio psíquico estaba comprometido en aquel momento porque asumir lo sucedido amenazaba con resquebrajar el falso self con que operaba y suponía para él un violento intento de integración entre la parte presentable (buena) y la impresentable (mala) lo que le resultaba insostenible. Sólo en el marco terapéutico más contenedor y arropado por la trasferencia pudo aclarar lo sucedido. De ahí se explica que en su funcionamiento social reaccionase contraatacando de forma desafiante cuando su narcisismo era herido. Mantenía una actitud descalificadora y cuestionadora llevando la contraria por sistema, o bien puntualmente optaba por el retraimiento, adoptando una apariencia de humildad que protegía y enmascaraba su grandiosidad. Con este sistema se ubicaba en un estatus superior que le otorgaba inmunidad. Protegía así su tambaleante narcisismo constantemente amenazado por Io externo, vivido como intensamente persecutorio.
Exhibía en la relación con los demás compañeros una potente envidia perpetuarnente negada pero que era obvia en la convivencia diaria: si a alguien se le veía más sesiones psicológicas que a él, o se le daba más cola – cao en la merienda, o se le servía más comida, o elegían una película de video que no era la suya, etc… Constantemente abría frentes conflictivos y las zancadillas se sucedían. La negación de su hiperbólica envidia lo protegía de intolerables humillaciones narcisistas. Sólo mediante este mecanismo podía mantener la creencia imaginaria de ocupar un “estatus especial”. Se podía observar como la envidia reproducía en sí misma un duelo con estos dos antagonistas: Eros y Thánatos.
En la relación con el equipo terapéutico desplegaba también la corrosiva envidia, afecto inferido de su conducta para con ellos. A mí como psicóloga me ubicaba en un aparte Eran los malos y yo la buena. La masiva presencia de envidia explicaba el rechazo de cualquier ayuda que se le brindase, lo que sirve de pista para el fracaso de algunos abordajes terapéuticos. Simón respondía aparentemente con absoluto desinterésa las indicaciones de mis compañeros (terapeutas ocupacionales, asistenta social, etc.) y los vivía como intrusos que despertaban, desde la frustración, sus componentes más persecutorios al tiempo que una intensa envidia pues su saber representaba una humillación narcisista. La inmediata consecuencia era una reiterada negativa a recibir ayuda, y por tanto a de-pender, a necesitar a otro para construirse, pues le confrontaba con lo carencial de su estructura y fragmentaba su Yo omnipotente idealizado que le protegía del mundo externo, siempre frustrante. Todo esto le Impelía a persistir en una autonomía deficitaria, necesitado profundamente del otro pero abocado a una autosuficiencia empobrecedora.
Destruía lo que recibía de los demás porque de otro modo provocaba una envidia insoportable, lo que le llevaba a un sentido crónico de insatisfacción con lo que obtenía. Había pues un exceso de envidia cuya canalización se abortaba con los sucesivos encuentros. Darle era una provocación, fustigaba su envidia y él no podía hacerse cargo de ella, porque él tenía todo Io mejor. Sólo pudo nutrirse en el escaso espacio terapéutico psicológico preservado gracias a la burbuja de una trasferencia de reflejo y a la idealización. Fui el objeto idealizado mientras duró y por eso no me destruyó, en el fondo me necesitaba aunque renegase de ello, pero siempre fue un vínculo sustentado sobre la creencia básica: “Tú eres perfecta porque estás conmigo”.
Raquel Tomé