Juan apareció por la consulta sin poder aún comprender del todo por qué estaba allí. Se hallaba confuso, desorientado y un poco aturdido por lo que había sucedido en su vida en los últimos tiempos. Siempre le había gustado pensar acerca de sí mismo que era una persona ecuánime y equilibrada, e incluso se deleitaba secretamente al saber que personas cercanas solicitaban su consejo en asuntos personales. La palabra “psicólogo” le resultaba ajena, fuera de su órbita vital. Y, de repente, se encontraba allí, él, vulnerable y vergonzoso, sentado en una salita de espera impersonal junto con otros pacientes, que al igual que él, jamás hubiese sospechado ningún sufrimiento. Pendiente de que le atendiesen por primera vez, ansioso de tener respuestas y poder entender algo de lo que le sucedía y amenazaba con cambiar su vida de golpe.
Hacía veinte días, cuando regresaba del trabajo a casa después de una jornada laboral que en nada se diferenciaba de otras, sintió una sensación de ahogo que apenas le dejaba respirar, el mundo comenzó a aparecer dibujado con trazos difusos y el corazón galopó desbordado amenazando con salirse de la boca. Sintió que iba a morir, allí mismo, como un perro y rodeado de gente extraña. No le dio tiempo a pensar más, salió tambaleante del vagón del metro, mareado y tratando de no desfallecer allí mismo, controlando su cuerpo que estaba empeñado más que nunca en no obedecerlo.
A raíz de esta experiencia, acudió a los servicios de urgencia, alarmado por si había sufrido un amago de infarto. A Juan, le atendieron amablemente y después de pasar por especialistas médicos le dijeron que había sufrido un ataque de ansiedad o crisis de pánico. Le dieron medicación y le recomendaron visitar un psicólogo.
Lo que le sucedió a Juan suele ser con mucho el recorrido habitual. Alguien sufre un ataque de ansiedad y la persona, desorientada, se asusta mucho por la abundante sintomatología física, sus pensamientos y sentimientos. Ignora por completo por qué le sucede todo eso. En esos instantes, lo que sucede es que nuestro cerebro asocia el malestar psicosomático experimentado a una alteración fisiológica con una tendencia irremediable al catastrofismo (me voy a morir, me estoy volviendo loco,…) son, en consecuencia, pensamientos habituales y hegemónicos en el campo psíquico. Así que con todo este panorama resulta fácil comprender que acudan al doctor bastante asustados. La intervención inicial médica será condición necesaria dado que previo a la emisión de un diagnóstico psicológico como ansiedad es necesario que nos aseguremos que Vd. no sufre de cualquier otra patología orgánica.
Una de las características desconcertantes de la ansiedad para quien la sufre es su carácter intempestivo y radical, acausal e ilógico del cuadro que provoca, como en el caso de Juan, más agitación e inquietud porque se sienten impotentes tratando de poner orden a una realidad que le desborda. En algunas personas, se puede complicar con el miedo al miedo de que les suceda de nuevo provocando un estado de ansiedad generalizada, necesitados de ser acompañados por una persona que les proporcione la seguridad necesaria para salir al mundo que ellos sienten han perdido. De repente se ven trasformados en Alicia en el País de las Maravillas cuando empequeñeció la habitación en que se hallaba y el mundo, su mundo, se trasformó repentinamente en un lugar gigantesco, siniestro y hostil.
Inmediatamente surge y nos enfrentamos a la pregunta inevitable del ¿qué es esto de ansiedad? ¿Por qué me pasa esto a mí?
Creo que puede ser importante conocer qué entendemos por ansiedad y cómo opera ésta. Deben saber que la ansiedad es una emoción básica que viene preestablecida en nuestro esquema genético y, por lo tanto, es un elemento necesario y útil para la propia supervivencia. En este sentido, posee un valor adaptativo dado que es un estado surgido de la anticipación de una amenaza vital ante situaciones peligrosas o muy comprometidas.
Sólo consideraremos a la ansiedad como problema o reacción anómala cuando la respuesta del individuo sea desproporcionada al peligro que la provoca, o continúe incluso después de que el peligro haya pasado (Freud, 1925).
Por lo tanto concluiríamos que la ansiedad, como cualesquier otra emoción, se genera en la propia mente pero requiere una conexión con el exterior de forma que sería el resultado de la transacción entre la persona y el ambiente (Lazarus, R.S. The stress and coping paradigm. 1970). La clave estaría en que todas las experiencias vitales a las que nos hallemos abocados -buenas y malas- son filtradas por nuestra personalidad única, nuestra biografía y nuestra perspectiva vital.
La manera en cómo interpretamos la realidad y el significado que a ésta le otorgamos influyen en cómo nos sentimos y actuamos en consecuencia. Y, viceversa, nuestras emociones también afectarán al modo en que las personas perciben el mundo que les rodea. Y ésto, resulta decisivo para poder entender cómo hemos llegado a una situación que nos hace reaccionar de forma descompensada.
¿Cuál es la explicación de por qué esto nos sucede?
Llegamos a un punto crucial dado que nos vemos irremediablemente obligados para resolver estas incógnitas a enfrentarnos a nosotros mismos.
En el tratamiento de la ansiedad hubo un tiempo donde los medicamentos eran los reyes, un recurso útil que ayudaban a la persona a neutralizar las espirales de agitación. En la actualidad, cuando se usa la mediación se emplea como un recurso complementario a la exploración de las causas psicológicas que actúan a nivel inconsciente u automático y que desencadenaban los disparos ansiosos.
El abordaje psicoterapéutico se hace imprescindible para uno mismo ante cuestión tan espinosa. ¿Por qué?, nos preguntaríamos. Porque sencillamente uno no puede verse a sí mismo, o bien la visión que tenemos de nosotros mismos es parcial, sesgada y distorsionada. Una mente que se observa su mismidad limitada porque no puede capturar sus puntos ciegos.
Y, en la ansiedad, las claves residen en el propio individuo, con su idiosincrasia y su biografía que lo determinan y resignifican el propio síntoma. Hemos de contarles que nuestro amigo Juan descubrió con el tiempo que había desplazado sobre el mundo exterior, las tendencias y deseos prohibidos, transformándolo en un lugar peligroso y hostil que le hacían sentirse vulnerable y carente de recursos internos para poder manejarse.
Un importante psicólogo catalán estudioso sobre la ansiedad Luengo i Ballester (2009) enfatiza y subraya este mensaje esperanzador: la necesidad de enfrentar cambios en nosotros mismos y en nuestra vida. La clave reside en poder ir introduciendo esos cambios en nuestra manera de entender la vida y la comprensión de nosotros mismos, necesitados de adquirir herramientas que nos ayuden a manejarnos de una manera diferente. El reto consistiría en modificar pensamientos y sentimientos acerca del mundo en el que vivimos que ir reduciendo químicamente los estados de alteración. En el impulso hacia el cambio habremos de apoyarnos en una persona que actúa como guía en el proceso iluminador ayudándonos a entender qué es lo que hay que comprender e identificar para cambiar nuestra visión del mundo y en consecuencia nuestro lugar frente al mismo.
Por último me gustaría reproducirles este pequeño cuento zen:
“Un samurái le pidió a un maestro que le explicara la diferencia entre el cielo e infierno. Sin responderle, el maestro se puso a dirigirle gran cantidad de insultos. Furioso, el samurái desenvainó su sable para decapitarle.
-He aquí el infierno- dijo el maestro antes de que el samurái pasara a la acción.
El guerrero, impresionado por estas palabras, se calmó al instante y volvió a enfundar el sable. Al hacer este último gesto, el maestro añadió.
-He ahí el cielo.”
Al entrar en ciertos estados, nos creamos nuestro propio infierno, así como al entrar en otros estados nuestro propio paraíso. El infierno y el paraíso dependen de nosotros. (A. Jodorowsky, 2003).
Descubramos pues las llaves internas de nuestros resortes emocionales.